Mensaje Cuaresmal del Sr. Arzobispo Jorge Mario
Bergoglio s.j. - Miercoles de Ceniza (13/02/2013).
Mensaje Cuaresmal del
Sr. Arzobispo
A los sacerdotes,
consagrados y laicos de la Arquidiócesis.
Rasguen
su corazón y no sus vestidos;
vuelvan ahora al Señor su Dios,
porque Él es compasivo y clemente,
lento para la ira, rico en misericordia…
Poco a poco nos acostumbramos a oír y a ver, a través de los medios de
comunicación, la crónica negra de la sociedad contemporánea, presentada casi con
un perverso regocijo, y también nos acostumbramos a tocarla y a sentirla a
nuestro alrededor y en nuestra propia carne. El drama está en la calle, en el
barrio, en nuestra casa y, por qué no, en nuestro corazón. Convivimos con la
violencia que mata, que destruye familias, aviva guerras y conflictos en tantos
países del mundo. Convivimos con la envidia, el odio, la calumnia, la
mundanidad en nuestro corazón. El sufrimiento de inocentes y pacíficos no deja
de abofetearnos; el desprecio a los derechos de las personas y de los
pueblos más frágiles no nos son tan lejanos; el imperio del dinero con sus
demoníacos efectos como la droga, la corrupción, la trata de personas - incluso
de niños - junto con la miseria material y moral son moneda corriente. La
destrucción del trabajo digno, las emigraciones dolorosas y la falta de futuro
se unen también a esta sinfonía. Nuestros errores y pecados como Iglesia tampoco
quedan fuera de este gran panorama. Los egoísmos más personales justificados, y
no por ello más pequeños, la falta de valores éticos dentro de una sociedad que
hace metástasis en las familias, en la convivencia de los barrios, pueblos
y ciudades, nos hablan de nuestra limitación, de nuestra debilidad y de nuestra
incapacidad para poder transformar esta lista innumerable de realidades
destructoras.
La trampa de la impotencia nos lleva a pensar: ¿Tiene sentido tratar de cambiar
todo esto? ¿Podemos hacer algo frente a esta situación? ¿Vale la pena intentarlo
si el mundo sigue su danza carnavalesca disfrazando todo por un rato? Sin
embargo, cuando se cae la máscara, aparece la verdad y, aunque para muchos suene
anacrónico decirlo, vuelve a aparecer el pecado, que hiere nuestra carne con
toda su fuerza destructora torciendo los destinos del mundo y de la historia.
La Cuaresma se nos presenta como grito de verdad y de esperanza cierta que nos
viene a responder que sí, que es posible no maquillarnos y dibujar sonrisas de
plástico como si nada pasara. Sí, es posible que todo sea nuevo y distinto
porque Dios sigue siendo “rico en bondad y misericordia, siempre dispuesto a
perdonar” y nos anima a empezar una y otra vez. Hoy nuevamente somos
invitados a emprender un camino pascual hacia la Vida, camino que incluye la
cruz y la renuncia; que será incómodo pero no estéril. Somos invitados a
reconocer que algo no va bien en nosotros mismos, en la sociedad o en la
Iglesia, a cambiar, a dar un viraje, a convertirnos.
En este día, son fuertes y desafiantes las palabras del profeta Joel:
Rasguen el corazón, no los vestidos: conviértanse
al Señor su Dios. Son una invitación a todo
pueblo, nadie está excluido.
Rasguen el corazón y no los vestidos
de una penitencia artificial sin garantías de futuro.
Rasguen el corazón y no los vestidos
de un ayuno formal y de cumpli-miento que nos sigue manteniendo
satisfechos.
Rasguen el corazón y no los vestidos
de una oración superficial y egoísta que no llega a las entrañas de la
propia vida para dejarla tocar por Dios.
Rasguen los corazones
para decir con el salmista:
“hemos pecado”. “La herida del alma es el pecado: ¡Oh pobre herido, reconoce
a tu Médico! Muéstrale las llagas de tus culpas. Y puesto que a Él no se le
esconden nuestros secretos pensamientos, hazle sentir el gemido de tu corazón.
Muévele a compasión con tus lágrimas, con tu insistencia, ¡importúnale! Que oiga
tus suspiros, que tu dolor llegue hasta Él de modo que, al fin, pueda decirte:
El Señor ha perdonado tu pecado.” (San Gregorio Magno) Ésta es la realidad
de nuestra condición humana. Ésta es la verdad que puede acercarnos a la
auténtica reconciliación… con Dios y con los hombres. No se trata de
desacreditar la autoestima sino de penetrar en lo más hondo de nuestro corazón y
hacernos cargo del misterio del sufrimiento y el dolor que nos ata desde hace
siglos, miles de años… desde siempre.
Rasguen los corazones
para que por esa hendidura podamos mirarnos de verdad.
Rasguen los corazones,
abran sus corazones, porque sólo en un corazón rasgado y abierto puede
entrar el amor misericordioso del Padre que nos ama y nos sana.
Rasguen los corazones
dice el profeta, y Pablo nos
pide casi de rodillas “déjense reconciliar con Dios”. Cambiar el modo de vivir
es el signo y fruto de este corazón desgarrado y reconciliado por un amor que
nos sobrepasa.
Ésta es la invitación, frente a tantas heridas que nos dañan y que nos pueden
llevar a la tentación de endurecernos:
Rasguen los corazones para experimentar en la oración silenciosa y serena la
suavidad de la ternura de Dios.
Rasguen los corazones
para sentir ese eco de tantas vidas desgarradas y que la indiferencia no nos
deje inertes.
Rasguen los corazones
para poder
amar con el amor con que somos amados, consolar con el consuelo que somos
consolados y compartir lo que hemos recibido.
Este tiempo litúrgico que inicia hoy la Iglesia no es sólo para nosotros, sino
también para la transformación de nuestra familia, de nuestra comunidad, de
nuestra Iglesia, de nuestra Patria, del mundo entero. Son cuarenta días
para que nos convirtamos hacia la santidad misma de Dios; nos convirtamos en
colaboradores que recibimos la gracia y la posibilidad de reconstruir la vida
humana para que todo hombre experimente la salvación que Cristo nos ganó con su
muerte y resurrección.
Junto a la oración y a la penitencia, como signo de nuestra fe en la fuerza de
la Pascua que todo lo transforma, también nos disponemos a iniciar igual que
otros años nuestro “Gesto cuaresmal solidario”. Como Iglesia en Buenos Aires que
marcha hacia la Pascua y que cree que el Reino de Dios es posible necesitamos
que, de nuestros corazones desgarrados por el deseo de conversión y por el amor,
brote la gracia y el gesto eficaz que alivie el dolor de tantos hermanos que
caminan junto a nosotros. «Ningún acto de virtud puede ser grande si de él no se
sigue también provecho para los otros... Así pues, por más que te pases el día
en ayunas, por más que duermas sobre el duro suelo, y comas ceniza, y suspires
continuamente, si no haces bien a otros, no haces nada grande». (San Juan
Crisóstomo)
Este año de la fe que transitamos es también la oportunidad que Dios nos regala
para crecer y madurar en el encuentro con el Señor que se hace visible en el
rostro sufriente de tantos chicos sin futuro, en la manos temblorosas de los
ancianos olvidados y en las rodillas vacilantes de tantas familias que siguen
poniéndole el pecho a la vida sin encontrar quien los sostenga.
Les deseo una santa
Cuaresma, penitencial y fecunda Cuaresma y, por favor, les pido que recen por
mí. Que Jesús los bendiga y
Paternalmente
Card.
Buenos Aires, 13 de febrero de 2013, Miércoles de Ceniza
Desgrabación de la homilía del Sr. Arzobispo de Buenos Aires Cardenal Jorge Mario Bergoglio s.j., con motivo de la Misa de Imposición de Ceniza.
La mirada de la Iglesia en este día del
comienzo de la Cuaresma está dirigida a nuestro corazón y su relación con Dios,
por eso en la oración inicial decíamos que “comenzábamos un camino de
conversión”. Lo que Dios quiere, su amor de Padre quiere, es un corazón
convertido: que demos un paso más en ese camino de acercarnos a El, que es
Padre, es toda ternura, es misericordia y es perdón. Por eso antes del Evangelio
el celebrante repitió la frase: “No endurezcan su corazón sino que escuchen la
voz del Señor”. Escuchar la voz de Dios para que nuestro corazón deje la
callosidad del pecado, la callosidad de no sentir las cosas de Dios, ese modo de
ser de un corazón suficiente que deja que todo resbale... por eso se nos invita
a sentir, a convertirnos.
Y convertirnos es ponernos en paz con Dios,
reconciliarnos con Dios. Pablo a los cristianos de Corinto les dice: “Les
suplicamos en nombre de Cristo. Por favor, déjense reconciliar con Dios”. ¿Pero
cómo Padre? ¿No es que nosotros tenemos que reconciliarnos con Dios? Ninguno de
nosotros, por nuestras propias fuerzas, puede reconciliarse con Dios; es Cristo
el que vino a reconciliarnos con Dios. El mismo Pablo lo va a decir: Cristo está
en el mundo reconciliando al mundo con Dios. Esa es su tarea! Es el pacificador,
el que nos vino a poner en paz con Dios.
Déjense reconciliar con Dios. eso es lo que
nos dice la Iglesia hoy. Dejar que Jesús vaya trabajando nuestro corazón para
que nos reconciliemos con el Padre. Y vivir reconciliados con Dios es vivir en
paz con El; vivir reconciliados con Dios es saborear la ternura paternal que El
tiene; vivir reconciliados con Dios es dejarnos hacer la fiesta que se dejó
hacer ese hijo que había salido de la casa de su padre para malgastar sus
bienes, ese hijo que un día sintió la gracia dentro de su corazón y dijo: “Me
levantaré e iré a mi padre.”
Esa es la frase que hoy, quizás, podamos
decir cada uno de nosotros: Me levantaré como pueda, e iré a mi Padre. Todos los
años vamos a encontrar algo para dejarnos reconciliar con Dios, por eso este año
hagamos el poquito que podamos... Me levantaré e iré a mi padre. Entonces,
cuando uno toma esa decisión y se deja reconciliar con Dios, por medio de Jesús
que es el único que reconcilia, entonces está de fiesta, está de estreno,
estrena un corazón nuevo y eso es lo que deseo para todos ustedes y me lo deseo
para mí también. Que este primer día de Cuaresma nos animemos a estrenar un
corazón nuevo. Que Jesús lo vaya renovando pero que digamos: Me levantaré e iré
a mi Padre; estrenaré un corazón nuevo.
Que así sea.
Buenos Aires, 13 de febrero de 2013
Miércoles de Ceniza
Card. Jorge Mario Bergoglio s.j.
Homilía del Sr. Arzobispo en la Misa Crismal
LA PRESENTE HOMILÍA FUE ESCRITA POR EL ENTONCES ARZOBISPO DE BUENOS AIRES, CARDENAL JORGE MARIO BERGOGLIO SJ, ANTES DE PARTIR PARA ROMA Y ASÍ QUEDÓ IMPRESA PARA ESTE DÍA.
Las lecturas nos hablan de los Ungidos: el siervo de Yahvéh de Isaías, David y Jesús nuestro Señor. Los tres tienen en común que la unción que reciben es para ungir al pueblo fiel de Dios al que sirven; su unción es para los pobres, para los cautivos, para los oprimidos... Una imagen muy bella de este “ser para” del santo crisma es la del Salmo: “Es como óleo perfumado sobre la cabeza, que se derrama sobre la barba, la barba de Aarón, y baja hasta el borde de sus vestiduras” (Sal 133, 2). La imagen del óleo que se derrama -que desciende- por la barba de Aarón y baja hasta la orla de sus vestidos sagrados es imagen de la unción sacerdotal que, a través del ungido, llega hasta los confines del universo representado en las vestiduras.
La vestimenta sagrada del sumo sacerdote es rica en simbolismos; uno de ellos, el de los nombres de los hijos de Israel grabados sobre las piedras de ónix que adornaban las hombreras del efod, del que proviene nuestra casulla actual, seis sobre la piedra del hombro derecho y seis sobre la del hombro izquierdo. También en el pectoral estaban grabados los nombres de las doce tribus de Israel. Es decir: el sacerdote celebra cargando sobre sus hombros al pueblo fiel y llevando sus nombres grabados en el corazón. Al revestirnos con nuestra humilde casulla puede hacernos bien sentir sobre los hombros y en el corazón el peso y el rostro de nuestro pueblo fiel, de nuestros santos y de nuestros mártires.
De la belleza de lo litúrgico, que no es puro adorno y gusto por los trapos sino presencia de la gloria de nuestro Dios resplandeciente en su pueblo vivo y consolado, miramos la acción. El óleo precioso que unge la cabeza de Aarón no se queda perfumando su persona sino que se derrama y alcanza las periferias. El Señor lo dirá claramente: su unción es para los pobres, para los cautivos, para los enfermos, para los que están tristes y solos. La unción no es para perfumarnos a nosotros mismos ni mucho menos para que la guardemos en un frasco, ya que se nos pondría rancio el aceite… y amargo el corazón.
Al buen sacerdote se lo reconoce por cómo anda ungido su pueblo. Cuando la gente nuestra anda ungida con óleo de alegría se le nota: cuando sale de la misa, por ejemplo, con cara de haber recibido una buena noticia. Nuestra gente agradece el evangelio predicado con unción, agradece cuando el evangelio que predicamos llega a su vida cotidiana, cuando baja como el óleo de Aarón hasta los bordes de la realidad, cuando ilumina las situaciones límites, las periferias donde el pueblo fiel está expuesto a la invasión de los depredadores sedientos de su fe. Nos lo agradece porque siente que hemos rezado con sus cosas -con sus penas y alegrías, con sus angustias y sus esperanzas-. Y cuando siente que el perfume del Ungido llega a través nuestro se anima a confiarnos cosas de ellos que quieren que le lleguen al Señor: “rece por mí padre, que tengo este problema...” “Bendígame” y “rece por mí” son la señal de que la unción llegó a la orla del manto porque vuelve convertida en petición. Cuando estamos en esta conexión y la gracia va y viene por nosotros, somos sacerdotes, mediadores entre Dios y los hombres. Lo que quiero señalar es que siempre tenemos que reavivar la gracia e intuir en toda petición, a veces inoportunas, a veces puramente materiales (en apariencia), a veces banales (de nuevo insisto, en apariencia) el deseo de nuestra gente de ser ungidos con el óleo perfumado que sabe que tenemos. Intuir y sentir como sintió el Señor la angustia esperanzada de la hemorroisa cuando tocó el borde de su manto. Ese momento de Jesús, metido en medio de la gente que lo apretuja por todos lados encarna toda la belleza de Aarón revestido sacerdotalmente y con el óleo que desciende sobre sus vestidos. Es una belleza oculta que resplandece sólo para los ojos llenos de fe de la mujer que padecía derrames de sangre. Los mismos discípulos -futuros sacerdotes- no ven todavía, no conectan: en la periferia existencial sólo ven la superficialidad de la multitud que aprieta por todos lados hasta sofocarlo (cfr. Lc. 8: 42). El Señor en cambio siente la unción en la periferia de su manto.
Allí hay que salir a experimentar nuestra unción, su poder y su eficacia redentora: en las periferias donde hay sangre derramada, ceguera que desea ver, cautivos de tantos malos patrones. No es precisamente en autoexperiencias ni en introspecciones reiteradas que vamos a encontrar al Señor: algún curso de autoayuda en la vida no viene mal, pero vivir de curso en curso de método en método, lleva a pelagianizarnos, a minimizar el poder de la gracia que se activa y crece en la medida en que salimos a darnos y a dar el evangelio a los demás; a dar la poquita unción que tengamos a los que no tienen nada de nada.
El sacerdote que sale poco de sí, que unge poco (no digo “nada” porque nuestra gente nos roba la unción, gracias a Dios) se pierde lo mejor de nuestro pueblo, eso que es capaz de activar lo más hondo de su corazón presbiteral. El que no sale de sí, en vez de mediador se va convirtiendo, poco a poco, en intermediario, en gestor. Todos conocemos la diferencia: el intermediario y el gestor “ya tienen su paga”, medran a costa de las partes y así como no “ponen el propio pellejo ni el corazón” tampoco reciben un agradecimiento de corazón. De aquí proviene precisamente esa insatisfacción de algunos, que terminan tristes y convertidos en coleccionistas de antigüedades o de novedades en vez de ser pastores con olor a oveja y pescadores de hombres. Es verdad que la así llamada “crisis de identidad sacerdotal” nos amenaza a todos y viene montada sobre una crisis de civilización; pero que si sabemos barrenar su ola, podremos meternos mar adentro en nombre del Señor y echar las redes. Es bueno que la misma realidad nos lleve a ir allí donde lo que somos por gracia se nota que es pura gracia, en ese mar del mundo actual donde sólo vale la unción (y no la función) y resultan fecundas las redes echadas únicamente en el nombre de Aquél de quien nos hemos fiado: Jesús.
Que el Padre renueve en nosotros el Espíritu de Santidad con que fuimos ungidos, que lo renueve en nuestro corazón de manera tal que la unción llegue a las periferias, allí donde nuestro pueblo fiel más lo necesita y valora. Que nuestra gente nos sienta discípulos del Señor que estamos revestidos con sus nombres, que no queremos otra identidad; y pueda recibir a través de nuestras palabras y obras ese óleo de alegría que les vino a traer Jesús, el Ungido.
Card. Jorge Mario Bergoglio s.j.
Buenos Aires, 28 de marzo de 2013